jueves, 17 de febrero de 2011

Todos los caminos llevan a…

Cuando nacemos bebemos leche. Según vamos dejando la teta materna empezamos con los zumos de frutas y el agua. Más tarde empezamos a fijarnos que nuestros aitas beben vino en las comidas, aunque el olor nos desagrada generalmente y además “el vino lo beben los mayores”. Entramos
en la pubertad y los refrescos y batidos son los más habituales. Según avanza esta, empezamos a tener nuestros primeros flirteos con bebidas de contenido alcohólico. Probamos la cerveza, que generalmente no nos gusta de primeras. Esta época suele ser la del primer contacto satisfactorio con el vino…en forma de kalimotxo, claro. Sus efectos se convierten en fuente de diversión y
atrevimientos…

Llegan los licores de frutas, solos o en combinación con refrescos y zumos de frutas. Nuestro segundo contacto con el vino, a excepción de alguna celebración familiar, suele ser en las “cenas de clase”. Una excusa perfecta para beber, generalmente sidra y vino durante la cena, hacer tonterías posteriormente de juerga e intentar ligarse a la chica de clase que nos gusta.

Avanzan los años y mientras las salidas nocturnas se convierten en rutina, la cerveza ya ha sido aceptada como uno de nuestros principales “sustentos”. De repente, descubres poco a poco el placer de la gastronomía y claro, esto implica la presencia de vino en la mesa. Lo más normal es que nuestros comienzos en el mundo del vino los hagamos con vinos de Rioja clásicos, suaves, ligeros…Poco a poco empiezas a opinar sobre distintas marcas (las de siempre): “El Marqués de … me gusta más que el Conde de…, pero el mejor es el Señorío de…”

Y de repente empiezas a probar vinos de otras zonas, Ribera del Duero, Navarra, Castilla, Jumilla…muy diferentes a los caldos riojanos y empiezas a disfrutar con más potencia y carga frutal en boca. Cuanto más potencia y concentración tiene más te gustan los vinos en esta época.
Es el momento en el que empezamos a interesarnos por los vinos de otros países: Australia, Sudáfrica, Chile, Nueva Zelanda, Francia…y de repente nos damos cuenta que en Francia no sólo hay Burdeos…y empezamos a probar. Generalmente nuestros primeros pasos con los vinos franceses son decepcionantes. Más ligeros de lo que nosotros queremos, sin ese volumen que tanto nos gusta…Oímos el nombre de Borgoña con su Pinot Noir y probamos…¡más decepcionante aún! Casi sin color…¡si parece casi agua!

Empezamos a saber algo más de vinos, sabemos de regiones, de variedades de uva…nos empieza a picar el gusanillo y comenzamos a leer algún libro, a consultar sobre vinos en internet…acudimos a alguna cata y nos empiezan a hablar de equilibrio en el vino, de elegancia, de profundidad. Poco a poco vamos dejando a un lado la concentración extrema en los vinos y vamos buscando otros aromas más sutiles y sabores suaves y aterciopelados en boca…

Conocemos a alguien cuya pasión son los vinos de una pequeña región francesa y empiezas a probar, a leer acerca de la región, de sus diferentes matices dependiendo del pueblo donde se elabore, o de qué viñedo procede e incluso descubrimos que de un mismo viñedo lo comparten varios viticultores y cada uno hace un vino diferente…y sin darte cuenta, te has enamorado de Borgoña y aquí ya sí que no hay divorcio, cada día, cada botella, cada lectura descubres cosas que despiertan algo especial, es imposible aburrirse…Borgoña para toda la vida.

Tengo un gran amigo que un día me dijo: “Dani, da igual por dónde empieces, da igual el camino que recorras porque…todos los caminos llegan a Borgoña”

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